martes, 18 de agosto de 2009

Los gatos flacos.

Los gatos flacos son ratones gordos. Un amor gordo es un temor flaco, una luna que no mira al mar y que no quiere reflejarse en los espejos.

El marino en una tempestad mira solo la tempestad, cuando se fije solo en una ola, ésta lo volcará.

Ahora hay otras historias que contar. Otros encuentros, otros acantilados, otras palabras que corren con el tiempo y solo quieren correr más.

La música que suena (esa extraña forma de tiempo según Borges) eran tus palabras, las mías. Resulta que me fui cien veces sin saber donde irme y acabé en los lugares. Una más tres y siete, así hasta llegar a cien. Probablemente sonreía, aunque fuesen otros. Porque, aunque fuesen otros, sobre todos cayó un hechizo, una marca, una herida a la vista del mortal de la que nunca se podrían recuperar. Soy el asesino, el yacente, el arma homicida. El río de Santa María y Gertrudis. Macondo. El impronunciable condado de William. El riñón que falta y el que hay, el padre que se llevaron las nubes. Soy, como muchos otros, el confidente, la víctima. Soy la vieja carne, el Aleph, alguna catedral, los pensamientos que son míos y los que no son. Y especialmente el gran redentor que es el que a la vez da sentido a las historias. Los gatos flacos que quieren comer ratones gordos.

El eco de las canciones que surge de unas luces que parecen un nuevo amanecer. Alcohol y alcohol one more time. Un tipo que no recuerdo como se llama, le enseñó a un rey persa el juego del ajedrez. Éste, sorprendido ante tamaña arte militar sin derramamiento de sangre, le dijo al tipo que qué quería, que era el Sha Persa y podría darle cualquier cosa. El tipo dijo que quería tantos granos de trigo como cuadros tenía el tablero, multiplicados por sí sesenta y cuatro veces (o algo así). Me temo que el Sha Persa no pudo complacerle, espero que con ésto comprendan la grandeza del hombre también puede ser su pequeñeza.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Bradley Wiggins

Alguna vez quisieron elevarme a unas categorías que ni yo mismo era capaz de reconocer. Me hicieron grande a base de gas, ocupando el máximo espacio posible a pesar de tener pocas partículas. Me ha sucedido otras veces y, es que, no sé aceptar un halago. Los agradezco y los siento, pero intento que no lleguen a tocarme. Así no consiguen hacerme gas.

Lo malo de volatilizarte y ocupar mucho espacio es que, se irán las personas, la temperatura y la vergüenza bajarán a su estado normal y entonces te sublimas. Vuelves a lo sólido. Y de repente, te sientes pequeño. Y no es que seas pequeño, es que especulaste con una grandeza efímera que no puede verse en el espejo. Vuelo por dos o tres halagos y después vuelvo al estado normal. Mido uno ochenta y siete. Si abro los brazos alcanzo una longitud de metro y medio. La mano (con los dedos) mide diecinueve centímetros, y el pulgar solo, siete centímetros y medio. No hay más. Sólo números que no saben de halagos y mucho menos de volatilización en carne humana. No estoy pequeño ni grande. Soy yo. Con mi piel y mis heridas, las cicatrices. A veces también tengo miedo, y otras todo lo contrario. Hago unas cosas bien y otras mal, pero procuro siempre hacer algo. Aunque sea callar, observar.

Y hay un secreto que a veces creo que nadie sabe: todo lo que hago yo también lo podéis hacer los demás. A veces pienso que alguien halaga a otro alguien con una voz que parte de la culpa. Pero es cierto, a veces también pienso demasiado.

Arrivederchi. La cena me espera.